En la oscuridad

En la oscuridad

Por Santiago Irastorza Sanmiguel (alumni).


1

“Do not go gentle into that good night,
Old men should burn and rave at close of day;
Rage, rage against the dying of light.”
(Dylan Thomas)

          El generador se está quedando sin combustible, y Ramón aún no ha vuelto. Tres días de espera silenciosa. Soy una atalaya de luz en medio de la oscuridad. En el borde del acantilado, mi hogar se asoma temerariamente al océano de oscuridad que tengo a mi alrededor. Allí abajo escucho las olas romper contra la roca con violencia, y me pregunto qué tipo de oscuridad será la que habite bajo el agua. Quizás bajo el manto cristalino del mar te abrace con dulzura en vez de devorarte. Hace siglos en mi mente que no siento las olas en mis pies, o la hierba sacudida por la brisa golpear mis brazos extendidos. Aún recuerdo el sentimiento que producía la luz del sol en el rostro, o el placer de encontrar una sombra refrescante bajo la que huir de él en los días más calurosos del verano del norte. Contemplo por última vez mi terraza, y apago las luces que la iluminan. Estos muros de piedra me han visto llorar la muerte de familia y amigos, y suspirar recordando los tiempos que no volverán. Pocos quedan ya que hayan experimentado el brillo acrisolado del mar en el atardecer, levantando la neblina que entraría por la noche en tierra para llenar de leyendas estas tierras; ese arrebol misterioso que quemaba nuestras retinas que, extasiadas, contemplaban el infinito que les esperaba… Al menos he podido experimentar la inmensidad de la belleza de este mundo. Aún puedo ver el eco de esa grandeza, cuando los días de tormenta los rayos rompen el cielo con su espada flamígera y te hacen recordar por un instante el pasado irrecuperable. Sentir las vaharadas de calor de las hogueras encendidas en una playa escondida, desafiando a la noche con su danza interminable, hipnótica y vivaz. Apago la luz del recibidor, y la del salón con el piano bajo la cristalera. Apago la cocina, el pasillo y, finalmente, la escalera. Arriba ya, apago tres habitaciones y el pasillo, y me quedo en la habitación en la que duermo, pensando mientras escucho el borboteo apagado de la oscuridad en el amor perdido, arrebatado bruscamente, aquellos años de juventud que me robó la oscuridad, las sonrisas de amor puro que me fueron negadas de repente. La oscuridad cayó como una tromba del cielo, con violencia y hambre, y sólo la casualidad me separó de los que amaba. La intensidad de la bombilla se debilita poco a poco, y miro por última vez los libros que tanta compañía me han hecho, mientras bebo mi última taza de té: aromático, fuerte y oscuro. Dulce en el olor, y amargo en su sabor. Seis horas de luz a potencia mínima, cinco minutos a máxima. La oscuridad empieza a rebosar por las ventanas, y juraría mientras intenta entrar que me ansía, que me recuerda, que sabe que soy un trofeo arrebatado. Más allá de las olas rompiendo y el viento barriendo el polvo, ningún sonido quiebra el manto que me rodea. Ramón no va a volver: estoy solo. Pero aún no; aún no me cogerá: el farol del viajero está cargado. Lo cojo y apago la luz de mi habitación. La oscuridad se estrella como un océano tormentoso contra las paredes de luz que me rodean, y acaba con todas mis posesiones. Bajo mi farol, camino hacia el acantilado, y allí desciendo por el camino que el viento ya ha borrado casi por completo. Siento la arena en mis pies, y la oscuridad intentando agarrarme por debajo, tirando, cada vez que me hundo en la arena. El agua está fría, y me despierta el salitre que invade mi nariz. Bajo el agua nada me empuja ya salvo las corrientes. Quizás tenga suerte y las parcas que encuentre me recojan mojado y dueño hasta el final. Camino hasta que no hago pie, y entonces empiezo a bucear, dejando el farol flotando en la superficie, lanzando destellos contra la oscuridad como mandobles de espada. Y me sumerjo en las profundidades: escapo del castigo celestial buscando el abrigo frío del Cantábrico. Otra oscuridad, más vieja y seria, me acoge en su seno, y agarra mi alma con la fuerza de lo arcano.